Cuenta Bill Veeck en sus memorias que a pesar de haber sido propietario de varios equipos de béisbol (Milwaukee Brewers, Cleveland Indians, St. Louis Browns y Chicago White Sox) a lo largo de su vida jamás vio un solo partido desde los palcos de más o menos lujo que estos acostumbran a tener en los estadios.
Bill Veeck se paseaba por el estadio. Se preocupa de que las promociones salieran bien. Hablaba con los aficionados para averiguar que era lo que les había llevado al estadio. Ayudaba a los acomodadores y a los vendedores de cerveza y perritos calientes. Si era necesario se ponía el pantalón corto y sin darle ninguna importancia al hecho de tener una pierna amputada bajaba al campo y se ponía a regar, a pintar las líneas o a colocar las bases.
Fue un hombre de negocios. Un empresario que encontró en el béisbol un modo de ganarse la vida. Pero siempre tuvo claro que los equipos, que el alma de los mismos, pertenecen a las ciudades, a sus habitantes. Se preocupó de que sus franquicias estuvieran en sintonía con la ciudad. Reservaba una parte de las acciones para los dueños de los negocios locales, colaboraba con las instituciones y organismos de la zona y escuchaba con verdadero interés las observaciones de los aficionados.
Él era el propietario, pero sus equipos eran para los fanáticos. De hecho su gran obsesión, casi por encima de ganar las Series Mundiales, era que el estadio se llenase. Y para eso hace falta algo más que un equipo ganador. Hace falta dar espectáculo y hace falta que la ciudad sienta al equipo como suyo.
Rob Mains comentaba hace unas semanas en Baseball Prospectus que la baja asistencia a los estadios podría no ser un problemas para determinados propietarios. Argumentaba que para algunos es incluso algo muy conveniente. Un menor aforo permite recortar gastos. Menos acomodadores, menos seguridad, menos gasto en agua y electricidad…
Para aquellos grupos financieros que ven la compra de franquicias (de béisbol o de cualquier otro deporte) como meras inversiones a las que sacar la mayor rentabilidad posible en el corto plazo la baja asistencia es una gran noticia. Supone un ahorro evidente durante el tiempo de tenencia y no preocupa puesto que el único objetivo es vender el equipo. A estos grupos no les importa ni el futuro de la franquicia ni muchísimo menos el futuro del deporte en cuestión, que a la larga será el más afectado.
Vivimos en el siglo XXI. Es cierto que es posible ver cualquier espectáculo deportivo desde cualquier lugar del globo con un dispositivo que tenga acceso a Internet. Pero la magia de los estadios es irreproducible. Una de las obsesiones de los grandes clubes de la Premier League (la competición deportiva que más ingresos genera fuera del país en que tiene lugar) son los estadios. Ir a esos campos es una experiencia que enamora y que hace que el aficionado quede atrapado por el equipo, la competición y el deporte. Esto también lo han entendido las ligas americanas. Todas ellas están llevando partidos a otros países para cautivar al aficionado.
Resulta curioso que mientras que la MLB como organización este destinando una gran cantidad de recursos a la promoción del deporte tanto dentro como fuera de los Estados Unidos se permita a cuatro empresaurios meter el hocico en el pastel con el único interés de sacar tajada.
El béisbol es un negocio multimillonario en el que unos tíos muy ricos se pasean con un palo y un guante mientras nosotros, unos pobres curritos, soltamos la pasta. Pero lo mismo un día nos cansamos. Lo mismo nos cansamos de los equipos que tankean, de los precios desorbitados de las entradas y la comida y del pobre espectáculo que supone ver un partido. Por eso hace falta gente que como Bill Veeck comprenda que el béisbol no es para hacer negocio, sino que es un negocio en sí.