Una mañana de mayo de 1982 John McHale, general manager de los Montreal Expos, se dirigía a su despacho. Su intención estaba clara. Iba a cargarse a Bill Lee. El zurdo era uno de los jugadores más populares de la plantilla. Incluso uno de los más populares de las Mayores, pero una mala influencia para los peloteros más jóvenes sobre los que reposaba el futuro de la franquicia.
Cada vez que los Expos visitaban una ciudad los aficionados rivales llenaban la taquilla de Lee con botellas de tequila. Y cuando estaba en el bullpen le lanzaban chivatos de marihuana. Se rumoreaba que le alquilaba una habitación de su casa a un camello de poca monta que no le pagaba en metálico sino con bolsas de cocaína. Toda una joyita.
McHale caminaba con determinación a su despacho. El día anterior Lee le había dado la excusa que necesitaba. Después de que los Expos tradearan a Rodney Scott, amigo íntimo del pitcher y jugador imprescindible a ojos de este, Lee había desaparecido. Parece ser que se había largado del estadio poco antes del inicio de un partido. Se refugió en un bar y después de estar bebiendo volvió en las últimas entradas, según él a tiempo para lanzar si el entrenador lo consideraba necesario.
El general manager entró en su despacho. Las persianas estaban bajadas y apenas se podía ver. A duras penas acertó a identificar la figura que estaba sentada en el suelo con las piernas cruzadas. Era Bill Lee. Y según dijo estaba meditando. La conversación duró poco. No había mucho que decir. Lee pasó a formar parte de la lista de peloteros sin trabajo.
Lee se ofreció primero a los equipos de la Liga Nacional. Era optimista. Un pitcher zurdo que además podía batear era un pieza jugosa para cualquier bullen. Nadie le llamó. Se ofreció también a los equipo de la Americana y el silencio volvió a ser la única respuesta.
Pasaron las semanas. Los meses. Y nada. Entonces lo comprendió. La MLB le había vetado. Los propietarios de las distintas franquicias le había puesto en la lista negra. Poco importaba que los aficionados le adoraran. Poco importaba que su brazo aún pudiera lanzar. Su fama de jugador poco ortodoxo le precedía. Era un bocazas y un hippie. Nadie iba a contratarlo.
“Esta bien”, se dijo a sí mismo. “Que les den. ¿Quién necesita a la MLB? Se ha convertido en un negocio, ha sido corrompida por la avaricia y es dirigido por agentes que manipulan a los jugadores para que se vendan al mejor postor. El amor por unos colores es algo anticuado. La camaradería ya no importa. Estoy cansado de que me usen para vender el deporte. Los propietarios me han hecho un favor al sacarme a patadas de la liga. Ahora puedo viajar por el mundo y buscar la verdadera esencia del béisbol. El béisbol en estado puro”.
Esa búsqueda llevó a Lee a las ligas independientes canadienses, donde disfrutó más que nunca. Le llevó a Cuba, donde descubrió que los cubanos juegan por el único motivo que importa: “porque les gusta”. Y le llevó a la Unión Soviética. Lee bromeó sobre la posibilidad de que el béisbol pudiera poner fin a la Guerra Fría. “Si los rusos aprenden a jugar pelota la paz mundial será posible”.
A día de hoy Lee tiene 72 años. Vive en un rancho en Vermont y sigue jugando al béisbol. Lo hace en partidos benéficos y en ligas semi profesionales. “Es lo único que puedo hacer”, dice. “Soy un pelotero”.