Las Series Mundiales de 1975 son tenidas por unas de las mejores de la historia. El enfrentamiento entre la Big Red Machine de Pete Rose, Johnny Bench y Joe Morgan y los Red Sox de Jim Rice, Cartlon Fisk y un crepuscular Carl Yastrzemski se fueron hasta el séptimo partido. La serie dejó además uno de los momentos más icónicos de la historia del deporte americano. Ese en que Fisk empata la serie a tres victorias al “ordenarle” a una bola elevada que se no se saliera por la zona de falta.
El cuandrangular de Fisk mandó el Clásico de Otoño al séptimo partido y obligó a los managers a exprimir todavía más a sus rotaciones. Los Reds lo tuvieron más fácil. Su ace, Don Gullet, fue el elegido. En los Red Sox había alguna que otra duda. Luis Tiant, número uno de la rotación de Boston, había lanzado en el sexto. Eso convertía a Bill Lee en la opción menos mala.
Sparky Alderson, manager de Cincinnati, era consciente de la dudas que Lee despertaba y quiso ponerle algo de picante al duelo. “No sé a quién diablos van a elegir los Red Sox”, diría antes del partido. “Lo que sé es que mi lanzador (Gullet) acabará yendo al Salón de la Fama”. Lee entendió perfectamente las insinuaciones de Alderson y su respuesta hizo que el garito del que vamos a hablar hoy pasara a formar parte de la idiosincrasia del béisbol para siempre. “Me importa un pito a donde vaya a ir Gullet”, contestaría Lee. “A donde voy a ir yo desùés del partido es al Eliot Lounge”.
El Eliot Lounge fue fundado por dos hermanos a su vuelta de la II Guerra Mundial. El bar no tuvo mucho éxito durante sus primeras décadas de existencia. No tenía nada que lo hiciera atractivo. Se servían cocktails baratos y comida mala. A principios de los setenta estaba al borde de la quiebra. Es entonces cuando Tommy Leonard entró en escena. Leonard era un ex marine obsesionado con las carreras de fondo. En 1972 empezó a trabajar en el Eliot y lo convirtió en el centro de reunión de todos los runners de Boston (conviene matizar que por aquellos años eran auténticos marcianos a los que todo dios veían como inadaptados. El running no era la moda que es a día de hoy).
Poco a poco el Eliot se fue transformando en una auténtica institución bostoniana. Hasta el punto de que se convirtió en lugar de peregrinación para todos aquellos que el tercer lunes de abril conseguían finalizar la maratón de Boston. Esto no es casual, el Eliot estaba a escasos 700 metros de la línea de meta. De sus paredes empezaron a colgar fotos de los ganadores de la prueba y todo tipo de recuerdos que los aficionados decidían dejar allí.
En 1975 el corredor Bill Rodgers ganaba la primera de sus cuatro maratones de Boston y registraba un nuevo récord americano. Cuando los periodistas le preguntaron sobre cómo pensaba celebrarlo no dudo: “Voy a ir al Eliot a tomarme una cerveza”.
Bill Lee y algún otro jugador de los Red Sox lo convirtieron en uno de sus lugares de ocio predilecto. Lee ha contado en sus memorias que lo mejor de ser deportista profesional es que había gente que le daba cosas gratis solo para salir con él. Asegura que un médico que conocía le suministraba cocaína de uso médico a él y a otros jugadores de los Red Sox. Esa cocaína era dispuesta en dos rayas interminables en la barra del bar y dos equipos de tres peloteros disputaban carreras de relevos en las que ganaba el equipo que conseguía esnifarse la raya primero.
Los que lo conocieron dicen que el Eliot era ante todo un punto de encuentro para los runners, pero que también fue una versión asalvajada del Cheers televisivo. Desafortunadamente el Eliot Hotel, en cuyos bajos se encontraba el bar, fue reformado en 1996. Uno de los puntos fuertes de aquellas reformas fue sustituir el bar por un restaurante modelno. Ya saben lo que cantaban los Mighty Mighty Bosstones: I want my city back.
