Este es el artículo que escribió Mickey Mantle en Sports Ilustrated, Time in a Bottle, el 18 de abril de 1994, moriría el 13 de agosto del año siguiente a los 63 años.
Después de 42 años de abuso de alcohol, el legendario jugador de béisbol de los Yankees describe su vida de autodestrucción, y espera que su recuperación lo convierta en un modelo a seguir.
TIEMPO EN UNA BOTELLA (Primera Parte)
Por Mickey Mantle
Comencé algunas de mis mañanas de los últimos 10 años con el “desayuno de campeones” -un vaso grande lleno con un tiro o más de brandy, algo de Kahlúa y crema. Billy Martin y yo solíamos beberlos todo el tiempo, y yo le puse el nombre a la bebida. A veces, cuando estaba en Nueva York sin nada que hacer, y Billy y yo estábamos juntos, nos deteníamos en mi restaurante en Central Park South a
las 10 de la mañana, y el camarero echaba todos los ingredientes en una licuadora y lo revolvía hasta el punto exacto. Era una bebida exquisita.
Desafortunadamente, para todos los que estaban a mi alrededor, si probaban un “desayuno de campeones” ya se podían ir despidiendo del día. Yo, después de una bebida, podía salir corriendo. Y si no tenía un compromiso de negocios, seguía bebiendo hasta no poder más.
Beber se había convertido en una rutina para mí. Si me tomaba una copa para empezar el día, después saldría a almorzar y me metería tres o cuatro botellas de vino durante la tarde. Vino blanco. Vino tinto. No importaba, y tampoco me importaba la calidad. De hecho, pensaba que si bebía vino, realmente no estaba bebiendo. Para mí, el vino no era alcohol.
Hubo una época en que me sentía orgulloso de saber sobre vinos. Pero con el paso de los años, había bebido tanto que ya no me importaba. Una tarde, después de haber terminado una ronda de golf, un tipo me envió una costosa copa de Oporto. Estaba bebiendo vodka Absolut en las rocas, y mientras el tipo me observaba, vertí el Oporto en mi Absolut. Se acercó a mí en estado de shock y dijo: “Hombre, ese era un Oporto de 15 dólares que te he regalado”. Y yo dije: “Oh, lo siento, podríamos beberlo siempre, llamaríamos a la bebida “Abortos””.
Siempre me sentía orgulloso de mi fiabilidad cuando hacía trabajos de relaciones públicas, presentaciones y apariciones ante la gente. Siempre quise dar lo mejor de mí. Fue cuando no tuve compromisos, nada que hacer o en ningún lugar a donde ir cuando tenía esas largas alcohólicas. Era la soledad y el vacío. Encontré “amigos” en los bares, y llené mi vacío con el alcohol. A media tarde, durante esos días, estaba totalmente fuera de mi. Apenas podía hablar. Intentaba que alguien saliera a cenar conmigo, y empezar a beber martinis con vodka. Pediría una comida, pero no comería. Me sentaba allí y bebía.
En los últimos cinco años usé el alcohol como una muleta. Para ayudarme a superar mi timidez y hacerme sentir más cómodo antes de todas esas apariciones públicas, me calentaba con tres o cuatro vodkas antes de salir del hotel, iba directamente al cóctel y tomaba tres o cuatro copas más. Me empezaba a sentir genial. Vámonos.
Cuando estaba bebiendo, pensaba que era gracioso: la vida era una fiesta. Pero por todo eso nadie podía estar a mi alrededor. Yo me sentía invencible, y todo lo que salía de mi boca era grosero y crudo. Después de uno o dos tragos, estaba muy contento. La gente podía pedirme varios autógrafos, y yo los firmaba. Luego, después de varias bebidas, podría ser francamente desagradable. Me pedían
un autógrafo, y si había estado bebiendo demasiado, te podía morder la cabeza, incluso en mi propio restaurante, donde en algunas ocasiones les dije a los clientes “largaros de una jodida vez.” O “¡sacad el jodido culo de aquí!” Mis socios del restaurante y las personas que se preocupaban por mí me decían: “¿Por qué no vuelves al hotel?” Y había muchas noches que me sacaban por la puerta trasera.
La mayoría de las cosas que dije e hice mientras bebía no las podía recordar al día siguiente. Los últimos 10 años hice cosas que realmente me impactaron. Estaba tan avergonzado. La gente me decía: “Anoche, muchacho, no podrías creer lo que dijiste.” “¿Dije eso?” Las historias me molestaban. Ese no era yo. Yo no era ese tipo del que estaban hablando.
Lo que más me molestó fue la forma en que empecé a olvidar cosas sencillas y cotidianas. Podría estar hablando contigo y olvidar completamente mis pensamientos. Salía a cenar, y al día siguiente no podía decirte donde fui, qué comí o con quién estaba. Una tarde en Nueva York, hace unos años, fui a un quiropráctico. Cuando regresé al hotel, desde su oficina me llamaron para ver cómo estaba y no me acordaba de haber estado allí.
Nunca me importaban los asuntos de negocios. No tenía que manejar mis finanzas porque mi abogado, Roy True, se encargaba de todo. A pesar de que no me gustaba, durante años Roy llevó mis negocios, y yo lo escuchaba durante unos 20 o 30 minutos como máximo. Durante los últimos siete u ocho años nuestras discusiones fueron muy poco frecuentes. No acudía a las citas porque estaba colgado. Si me reunía con él, no podía recordar lo que me decía. Me frustraba y me enojaba.
Olvidaba qué día era. Qué mes era. En qué ciudad estaba. Había docenas de apariciones sociales y programas en los que había estado, de acuerdo, pero cuando llegaba el momento, diría que nunca había aceptado el compromiso de ir. Pero siempre hice la aparición. Todavía estoy orgulloso de eso.
No fueron sólo los acontecimientos recientes los que habían desaparecido de mi memoria debido a todo lo que bebí. Yo fui el padrino de la boda de Billy Martin en 1988, y apenas recuerdo estar allí.
La pérdida de memoria realmente me asustó. Le dije a un par de los doctores con los que jugaba al golf, en el Preston Trail Golf Club, cerca de mi casa en Dallas, que pensaba que podría tener la enfermedad de Alzheimer, y me dijeron: “Bueno, probablemente todavía no la tienes, pero mejor empieza a vigilar con la bebida, es mejor que lo vayas dejando.” Tenía miedo de que el alcohol me hubiera fundido el cerebro.
Sabes, yo estaba viendo a alguien practicando en el campo, el otro día, y lo vi atrapar una pelota y lanzarla, y yo estaba tratando de pensar. ¿Qué modo tenía de lanzar la pelota? ¿Saltó o se agachó o se tiró o algo así? Ni siquiera podía recordarlo. Y entonces alguien siempre estaba preguntando, “¿Cuál era tu pitcheo favorito para golpear?” Pero no podía recordar cuál era mi pitcheo favorito o dónde me gustaba golpearlo.
Cuanto más viejo me hacía, y cuanto más bebía, más tenía estas extrañas resacas-ataques de ansiedad. Por lo que puedo recordar, tuve el primer ataque de ansiedad en abril de 1987. Había estado en el Mickey Mantle – Whitey Ford Fantasy Camp, en Florida, bebí con los chicos durante dos semanas y luego tuve que ir al norte de Nueva York, para un show de fin de semana. Eso fueron dos días más bebiendo. Cuando llegué al avión para volar de regreso a Dallas, estaba realmente deshidratado. Y pensaba, ¿Qué pasa si tengo un ataque al corazón? Cuanto más lo pensaba, más empezaba a marearme. Golpeé a la azafata en el hombro y le dije: “-¿Tienes un médico aquí?” Se volvió, me miró y dijo: “-¡Oh, Dios mío, señor, siéntese!” Comencé a hiperventilar. Y ella dijo: “Le daré un poco de oxígeno.” Cuando aterrizó el avión, había paramédicos de emergencia que me llevaban en una camilla. Mi hijo mayor, Mickey Mantle Jr., que había venido a recogerme, pensó que me moría, y yo también.
Hubo más ataques de ansiedad, pero no eran frecuentes, hasta los últimos dos años. Si salía y me ponía muy cargado, al día siguiente me despertaba hiperventilando. Me quedaría en casa, bebería agua y me diría: “Muchacho, ya no voy a beber así”. O llamaría a uno de los doctores con los que jugaba al golf, y que me ingresara en el hospital durante unos tres días. El médico diría: “Mick, tienes que dejar esto, no sabes lo que te estás haciendo a ti mismo”. Y yo me sentaría allí y diría: “Lo sé, sí, lo sé”. Tan pronto como saliera del hospital iría directo a un bar.
Llegó al punto en que me preocupaba todo, de lo que me estaba pasando en la memoria, de lo horrible que era mi cuerpo, de cómo no había sido un buen marido o de un buen padre, que incluso tenía miedo a
estar solo en casa. Le pediría a mi hijo menor, Danny, que se quedara en casa conmigo. Y hubo momentos en que me encerré en mi habitación para sentirme seguro.
Un incidente vergonzoso, que pasó el pasado mes de diciembre, en unos partidos de golf benéficos para el Fondo de Navidad de Harbor Club Children’s, cerca de Atlanta, que me abrió los ojos para enfrentarme a mi alcoholismo. Tomé un Bloody Mary por la mañana, y luego bebí un par de botellas de vino durante la tarde, como me destacaba en el hoyo 12, empecé a aceptar donaciones por
“apuestas”, que podía acercarme mas al hoyo que el resto. Más tarde tuvimos una subasta de recuerdos deportivos, y estaba tan borracho que compré una pelota firmada por Jim Lonborg, y ni siquiera la guardé. Le dije a alguien que pensaba que mi último Home Run había sido contra Lonborg. Después de eso, hice el tonto durante la cena. Cuando no podía recordar el nombre de un sacerdote, grité en voz alta: “El jodido predicador …”
Al día siguiente, cuando descubrí lo que había dicho, estaba horrorizado. Estoy seguro de que a lo largo de los años, la gente ha soportado mucho de mí porque yo soy Mickey Mantle. Pero después de este episodio, no podía creer que hubiera sido tan irrespetuoso. Cuando regresé a Dallas, pregunté a Danny sobre el Betty Ford Center -Centro de Rehabilitación de Alcohólicos-. Varias
veces en los últimos años mis amigos y mi familia habían hablado sobre internarme, pero sabiendo lo obstinado y duro que era, sabían que no habría funcionado. Necesitaba pensar que un programa de tratamiento para el alcoholismo era idea mía. Danny se había registrado en el Betty Ford el pasado mes de octubre, porque sentía que estaba bebiendo demasiado. Le pregunté a Danny sobre el tipo de cosas que ocurren allí. No hablo mucho, y yo no estaba seguro de querer ser ingresado en Betty Ford, donde tendría que hablar de mis sentimientos. Tenía miedo de llorar delante de extraños, y pensé que la gente se reiría de mí. Mickey Mantle no debe llorar.